viernes, 13 de noviembre de 2009

Preocupado por lo verdadero, todo fue falso.



Ella dormita un sueño débil e intermitente perturbado por los ruidos externos. Un sueño que la boceta anidándose en la dulcemente calada curva de su cintura, enguantándole las manos crispadas, relamiendo sus contraídos pies.

Despierta, suave, y una franja brumosa de luz se cuela entre el frondoso pringue de lagañas que delinea sus parpados. Bajo los cuales cuelgan inertes como pesadas bolsas, dos ojeras hormigueadas por venillas azules. A pesar de no hacer frío, yace acurrucada bajo una manta tosca de límites deshilachados, temblequeando contra el tapizado de alfombrilla barata de un ajado sillón individual. Al cual el constante recambio de usuarios desfiguró hasta formar pequeñas dunas de pelusa gris raspando su perfil, en las cuales se repite un patrón geométrico de constantemente simétricos triángulos amarillos. Bajo la manta conserva aun bien amarrados los zapatos tres talles menores que los adecuados asfixiándole de formalidad los sudados pies. Atesora todavía impresas en su camisa como único recuerdo fehaciente las manchas heterogéneas, violáceas de una noche que se escurre en lagrimones de vino espeso.

A pesar de los reiterados esfuerzos para incorporarse, una imponente fuerza gravitatoria succiona su débil figura de cimientos enrojecidos, hacia el centro del asiento. Lugar donde parece desencadenarse todo; el tangible cansancio kilométrico que la mantiene cautiva, el sudor helado que cosquillea goteando sobre su grisada piel, la fina capa de polvillo terroso que barniza la habitación.

Desde el centro del sillón individual, que emana un calor maternal, emerge una vos afinadamente dulce que la acuna susurrando en un aliento húmedo. La sumerge en ese calido vientre de irregulares pétalos de espuma donde ondula entre magros peces dorados de labios carnosos y el repetido estampado de triángulos amarillos. La aterciopelada dermis del asiento la preserva, la resguarda, la seduce por unos segundos besándola mansamente.

Hace un nuevo esfuerzo por incorporarse, pero las altas paredes parecen estrecharse entre si, encogiéndola paulatinamente contra el butaca, penetrándola el sentimiento de ser un vidrio frágil. Resignada, sus parpados rendidos vuelven a dejarse caer extenuados sobre los enrojecidos ojos. Se ovilla en un rincón e intenta calcular el tiempo que ha pasado exactamente desde que la fiebre la tumbó allí, pero le es imposible; las piernas le cosquillean ansiosas y sudor helado la empapa brotando de las palmas de sus manos. Cierra los ojos unos segundos y cuando los abre nuevamente un fausto pez la acaricia con su espalda viscosa. En la pared colindante el deslucido empapelado de inmensas flores fluye disolviéndose en muecas desesperadas, en un relampagueo manchoso que se repite constante, desfigurándose, como los rubios triángulos. Los muros resbalan artríticos, tomando un tinte verdoso, consumiéndose cobardemente, derritiéndose putrefactos al contacto con la densa atmosfera. Mientras el mullido sillón, muda su vellosa piel por una dura costra de corteza leñosa. Los vertebrados acuáticos esquivan torpemente el paisaje de mesas y jarrones, expandiendo sus branquias, ensanchándose los gruesos cuerpos escamosos, inflándose de aire viciado.

Ínfima en un rincón, ella naufraga desorientada, victima de su presencia, borracha de burbujeante delirio que hierve lentamente, dilatando sus arterias. Llenándola de retratos interiores, hastiándola de paisajes no vividos, envolviéndola en un tibio y velloso abraso gris.

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