domingo, 21 de junio de 2009

Sísifo

[En el infierno Sísifo fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio]



Sus manos intranquilas se posan unos segundos sobre la mesa, luego incitada por el impúdico viento que se cuela por entre las persianas siguen su momentánea sinfonía, hacia las llaves, las monedas, la cartera, hacia el apático café diurno, con ese maña irónica a la que nos somete el destiempo. La inercia la encamina hacia la puerta, no sin antes golpear apenas el interruptor con el dorso de la mano.

El empinado epilogo de veinticuatro escalones se sucede fugaz bajo sus pies, escupiéndola de cuajo hacia una avenida colmada de cardúmenes cuadrúpedos que riñen en un coordinado vals de frenos y aceleradores. Por un segundo tiene la esperanza de encontrar el inútil sol de julio, pero un ruido hondo, como el crujido de las hambrientas entrañas de la ciudad la retorna a la realidad. La urbe apenas despierta, las legañosas vidrieras comienzan a abrirse, los transeúntes inaugurales abandonan sus tibias moradas sumidos aun en un temprano monologo.

La corta espera se reduce. Abandona la parada que, pugna con el viento por conservar el oxidado cartelito indicador de la línea del impar rodado que la engulle dejando atrás su espesa estela gris. La mece calle arriba, sumiéndola en la onírica atmósfera de sueños rancios, el bamboleo cronometrado en rojos verdes y amarillos, la carrera sin obstáculo alguno contra el irónico mounstro de tres brazos.

Piensa en lo afortunados que son aquellos que aun deleitan a la penumbra, inmutables por los ávidos peatones, eternamente apurados. Los nómadas errantes desprovistos de punto de partida, cuarteados por el frío, pueblan las plazas de improvisados lechos de madera, abstemios de requisitos a la hora de aceptar inquilino.

Ella sonríe, cómplice, cree percibir la pueril nostalgia con la que la capital despide el trajín de una noche concurrida. Se entretiene intentando deducir el distorsionado discurso que emana retorcido de los parlantes de una radio, interrumpido a ratos por cierto timbrazo urgente, una sucesión de empujones y acto seguido el golpe seco, súbito, masoquista, del caucho expandiendo sus fauces.

Se despierta y recién entonces repara en la desafinada melodía que satura colma rebosa hincha derrama la habitación, inútilmente la apaga, pues aun agrieta el silencio. Fracasa nuevamente en el intento de abotonar acertadamente su camisa. Se calza raudamente, mientras sus manos intranquilas se posan unos segundos sobre la mesa, luego incitada por el impúdico viento que se cuela por entre las persianas siguen su momentánea sinfonía.

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