domingo, 2 de agosto de 2009

INVIERO INFIERNO

“ Siempre puede ocurrir algo peor. Vale la pena vivir sólo por eso. Para ver donde está el limite de la degradación, la infelicidad y el sufrimiento. Hasta donde somos capaces de humillar y hacer sufrir a los demás, o hasta donde la vida es capaz de vejarnos, envilecernos y hacernos padecer. Pero sobre todo hasta donde somos capaces de llegar, hacia abajo, sin ayuda de nadie, nosotros mismos.” Abelardo Castillo, El que tiene sed.

Miró por duodécima vez el reloj, estancado en el lugar común de los que intenta persuadir al imperturbable minutero de precipitar su tardía y persistente traslación. Instantáneamente su mirada volvió a posarse en el libro que dormitaba al costado de un vaso enano hinchado de ron. Por el retorcido destino el libro había reencarnado en él, luego de un largo periodo asentado al fondo de las piadosas cajas de las ferias de usados. La contratapa se regodeaba en halagos sobre el estilo finamente recargado, en la cual se embriaga el autor nacional de poca monta. Se distrajo unos segundos en el lánguido perfil de pegote amorfo que se aferraba reacio a la maltratada mesa del bar. Un bar cualunque que se desgravaba a escasos metros de la tiritante avenida. Un sitio colmado y hostil donde él la había citado. La había citado con la intención de poder hilvanar, luego de innumerables estrictos ensayos, el grotesco guión de su acto final. El alegato culmine que pondría sin dudas la turbulenta partida a su favor.

Un parroquiano desprevenido dejo entrar un tifón altanero de viento helado, el mismo que hacia convulsionar a los ululantes vidrios en las delgadas ventanas, decrépitos, temblequeantes. Y mientras espera puede imaginarla, en una ilusión macabra, en una puntada cruel del subconsciente incitada por la mortífera mezcla de ansiedad y alcohol. La ve exacta, desprendiéndose detalladamente de ese tapado añejo que la reduce a infortunada equilibrista bajo el yugo de kilos de piel sintética. La ve, sobre lánguidos tacos aguja que como famélicos pilares pugnan por mantenerla en pie. La ve, lo suficientemente arreglada como para evitar el roce instantáneo de sus pupilas en el monumental espejo de la entrada.

Pero no es más que una alusión abatida. Ella prefirió tomarse la licencia poética del retraso, algo que él debió haber previsto dentro del margen de error. Ella, prefirió ensanchar la espera, dilatar la expectativa al punto de contemplar a su llegada (si es que habría una) la desesperación, solidificándose, coagulándose, cobrando formas indecisas. Espesa como esa niebla inusual que se empeña en confundir los rostros, desprender los gestos, revolver las facciones, entremezclar las miradas. Como un manto brumoso que se empeña en despedazarla y reproducirla a su antojo en miles de destinatarios equívocos. Existencias inferiores, totalmente incapaces de incorporar esos gestos con la delicada finura con la que los cuadra el azar sobre su cándida tes. Todas esas reproducciones toscas, como fotografías desenfocadas, como un jardín violento rebosante de bocas de narices de labios corrompidos que intentan confundirlo.

Habían pasado horas desde la pactada para el encuentro. Habían pasado horas ya desde que había flaqueado en el casi humano recurso de diluir sus nervios a base de licor y sus descendencias. Había encontrado en ellos la veta actoral con la que la vida lo había escatimado, logrando con desmesurado esfuerzo, mantener impecable su porte de eminencia desvencijada .Más por resignación que por convicción había llegado a la conclusión que ese desproporcionado fragmento de destilada infusión seria, la única remota posibilidad de hilvanar hoy su nacarada presencia.

Si tan solo llegara, acortando la funesta agonía de la espera incierta. Si tan solo se desprendiera de entre la masa grisáceamente homogénea en la que se torna la urbe repleta a las seis de una menguante tarde de julio su pulcra figura de niña crecida. Aunque esto no fuera más que tentar a la muerte, o peor aun, verla relamerse del dolor dulce -casi tangible- de la cautela, de los gestos extremadamente delicados y la inusual finura con la que intenta anestesiar su lento desprendimiento de él. Tal la piel inútilmente venérea y translucida que descartan los reptiles. Pero no. Ella, irónica prefiere ver desgañitarse a gritos sus entrañas mermadas por el alcohol. Que como fruta madura de cáscara inmaculada, ruda tez, van pudriéndolo por dentro, descomponiéndolo en sangre dulce, exprimiéndolo en segundos.

Lo retornó a la realidad el ficticio amanecer, estúpidamente sincronizado, de los faroles de la ciudad que lo dejaron al resguardo de un haz de luz bajo consumo. El tiempo continuaba su danza perenne. La silla contraria permanecía vacía como un estático reproche, presenciando el fluctuante asenso y descenso del pesadillesco néctar etílico. Silla desposeída de la única presencia capaz de acallar ese frío perverso que osaba colarse por rendija alguna de su cuerpo. Su cuerpo, prensado bajo las capas de genero que lo convertían en un ilusorio titán, una sombra chinesca de perfil robusto y valentía descartable. Un monarca destituido empantanado en su vulgar ruina, aferrado retorcido encaramado arañante en torno al sediento vaso. Como si este sujetara, conservara, anidara en sus más hondas profundidades algún resabio de aroma femenino.

Entonces, en un apseso de sensatez, tomó conciencia de que carecía de ánimo alguno para abandonar el mugroso bar esa ya asentada noche. Y tal vez no podría acumular la fuerza suficiente para hacerlo en días, meses o en años. Como si un mero traspié cotidiano, un insignificante intento de ilustre disertación lo condenara a una insomne existencia sustentada a base de alcohol barato. Y mientras finalizaba su beoda tesis con otro trago más (esta vez prescindió de disolvente) tomó conciencia, de que ya era tarde para abandonar ese bar, que lo absorbía lentamente, atrayéndolo hacia su gélido núcleo. Era tarde para exponerse a que la calle lo colme con la resignación prefabricada de intentar buscarle un sentido a los mandatos cotidianos. Entendió al fin que ya era tarde, que nada sería capaz de removerlo del estanque putrefacto en el que se sumergía mansamente, mientras el líquido ronroneante se deslizaba por su garganta. Entendió que nadie, ni siquiera esa tardía figura sutilmente azucarada, de rasgos finos, que ahora se adentra por la puerta del maldito bar de mala muerte sería capaz de extirparlo de allí. De arrancarlo de esas lúdicas arenas movedizas que desmigajan su voluntad, sorbiéndolo hacia la perpetua penumbra, que ya era tarde para intentar negarse a ese helado y cruel vestíbulo del infierno que lo recibía a puertas abiertas.

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