jueves, 21 de octubre de 2010

El piso grasiento chilla los meses abstinente de aseo, las botellas vacías se adormecen al blando sol del domingo. Tumbado sobre la polvosa felpa verde de la alfombra, repasa uno a uno esos instantes, retoca pule subsana intenta enumerarlos, especificarlos detallarlos acompasarlos remendarlos de vacío. Conjuga los movimientos en ese antiguo ejercicio mental, los acomoda por tamaño y color, por olor y sonido, despellejándolos cauteloso, prudente desdentando los silencios. Silencios que son ocre y son carbón y son cenizas que son pétalos y pelos que son uñas y avena que son cristal y baldìo

La escena es simple, rasa, raspa lo clásico, se basa en dos personas, de ambos sexos enfrentadas alrededor de una mesa. Uno de ellos, conservan aun el grueso saco de pana a pesar de la densa atmosfera del cuarto. Susurran las fosas nasales áridas, gastadas de respirar el denso humo. Llevan ahí por lo menos tres cuartos de hora, atónitos, inmóviles como vencidas marionetas, pretendiendo transcribirse la mirada mustia, reconociéndose un tanto ajenos.

El pelo resbala, mana dulce desde lo alto de la frente desnuda, deslumbra de la simpleza. Mientras mastica un chicloso boceto de idea, ahuecando los lugares comunes, el polvo se desintegra en el aire, desnudo de luz. El perpetuo acto de sus pensamientos, cíclico e incesante, una perenne banda caminadora, un sueño tedioso que cae mansamente, deformándose tras la escena en la que ahora la muchacha acerca, tímida, su mano a la palma del muchacho, en una caricia infantil, una famélica interrogación, una parodia ingenua en la que por segundos creen ser bíblicos colosos inflados de amor, primitivos guardianes omnipotentes capaces de todo, insurrectos, jugando a ser lo que no son. Ella estira cuidadosa de modales los últimos consuelos que conserva dispersos entre los escombros los estira con delicadeza y encarna, sincera, intenta remendar la pampa llana e insípida que se extiende entre ellos. Parece creer la burda escena, mientras detrás escenografía blanquinegra se bambolea, imitando el triste recorrido de una película antigua. Disuélvese resignado, quizá a eso se han adecuado sus pupilas, a la tenue penumbra de incertidumbre. Inhala alejándose poco a poco, crece y crece sobrevolando la escena, elevándose de a poco, y no tiene dos ojos sino mil, dos mil, cien mil ojos, ojos por todas partes, ojos de parietales superiores, ojos de cúspide de las cabezas, ojos de mantel de cuadros rojos quemado en los costados, ojos de tristeza agrietando el cielo raso, ojos baldosa rajada, ojos de calma desmayada en las pupilas del muchacho que ahora se pliegan lentamente soldándose, mientras respirando con dificultad el polvo que se despega de la tundra verdosa de alfombrilla verde.

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