La lluvia siempre es una bendición. Un refugio. La posibilidad de alzar la mirada, de sentirme homogeneo con el paisaje, con las personas. La lluvia reparte tristeza en partes iguales y me parece que a los demás les toca lo mismo que a mi me toca: una paz de alcantarilla.
Pero todavía no llueve y no hay ni un alma en la calle. Parece que no viviera nadie. La escarcha no se termina de derretir en los manchones de pasto que coronan los troncos de los arboles. Tanta soledad dentro y fuera de las casas. Es como si supiera todo de esta gente, como si los conociera de siempre, como si yo mismo los hubiera creado. Miro la creación. Que haya luz. Mercurio venenoso en la nuez de adán. No están tan muertos como creen. La vida es sutil pero respira, se manifiesta en los colores sepia del aire, en su densidad electromagnética, en el volumen rabioso de los techos grises cubiertos de membranas asfálticas, chapas y aluminio. Todas las cuadras se parecen entre sí, están hechas a imagen y semejanza unas de otras, como si alguien hubiera encontrado la arquitectura exacta de la sumisión al tiempo, del temor a la belleza de la vida. Una arquitectura que representara la tristeza de la peor manera posible, que la condensara y la condenara a vivir ahí, confinada en los musgos verdosos de las grietas que forman en los revoques, en los rincones olvidados de estas fachadas destinadas invariablemente a afearse.
[Pablo Ramos]
No hay comentarios:
Publicar un comentario