¨No deberías seguir tomando¨, escuché, aunque sin que la historia cambiara demasiado podría escribir escuchó, ya que ignoro si estas cosas me están ocurriendo realmente a mí, o a otro, y hasta algo peor: ni siquiera entonces, ni siquiera en el momento de oír la voz apagada de la muchacha, habría podido jurar que el destinatario era yo. No es fácil de explicar. Yo estaba ahí, sí, en esa mesa junto a la ventana, en el bar Nilo, y la muchacha era Mara. y me hablaba a mí, hablaba en voz baja, sin mirarme y en el tono casual con que uno se dirige a un sujeto peligroso o a un chico trepado a una cornisa; pero yo estaba como a un metro de mí mismo y lo veía beber. Y el que se emborrachaba por mí, o más exactamente por los dos y hasta por el mundo en general , era el otro. Otro con mi nombre y mi cara. Esteban Espósito. Él. Con mi cara y mi nombre, y sobre todo, con mi edad. Mi trigésimo primer año al cielo. Y él, a quien desde un alto otoño con lentas aves acuáticas le sonrié ahora Dylan Thomas agradeciéndole la paráfrasis, que en realidad es una cita equivocada, él brindo amistosamente con el aire, bebió de golpe su tercer whisky y, no sin cierta repentina urgencia, buscó con la mirada al mozo. ¨Pero, algún día, con todo esto vamos a hacer milagros¨, se oyó decir. La muchacha, Mara, parecía muy ocupada en alisar con el dedo índice dos papelitos de color sobre el mantel, dos boletos. No lo miró. ¨Milagros¨, insistió él y ella se puso tensa. ¨Vino del bueno, como en las bodas de Caná... Con todo esto, gracias a esto. A pesar de esto. Claro que...¨ Claro que allá era agua, pensó, agua quizá sagrada. Del Jordán. No adulterado y corrupto whisky nacional. Y puede que no deba seguir bebiendo, sí. Porque la voz apagada de la muchacha lo sorprendió en mitad del gesto de alzar el vaso vacío boca abajo, en dirección al mozo, gesto casi impúdico, vagamente obsceno, que él no disimuló, sino más bien acentuó, aunque dejarse ganar ahora por la irritación era una estupidez. O no habría descubierto esa misma tarde que no es el alcohol lo que emborracha. No es el alcohol, es el estado de ánimo, el estado de ánimo con que se lo toma. Y ella le creyó. Claro que cuando le explicó estaba sobrio. Y claro que eso de que ella le creyó admitía un analísis más profundo.
- Sí tal vez yo no debería seguir tomando - dijo-. Y tal vez, y fijate que digo tal vez, que no afirmo nada, tal vez vos no deberías seguir tratándome como a un borracho -y pensó que se estaba poniendo elocuente y sarcástico, lo que no era de ningún modo una buena señal-. Los borrachos somos hipersensibles. Es típico. Y astutos. Vos lo sabés, o por lo menos deberías saberlo. - Ella no lo miraba, pero tampoco parecía hacer ningún esfuerzo por no mirarlo, era increíble la naturalidad que había ido adquiriendo en los últimos tiempos. El mozo estaba junto a la mesa. Esteban pidió otro whisky. Y sin embargo todavía era posible dar un salto y reacomodar la noche-. Y más hielo -dijo después, y esto le permitió dar el salto-. Y me trae la cuenta.
Si hace el menor gesto de alivio, pensó, va a ser como si me asesinara. Pedir la cuenta había sido un acto de voluntad capaz de desorbitar las estrellas, sólo que ninguna mujer podía comprender su sentido. No se trataba de que necesitara seguir bebiendo, no al menos por ahora, ni de que tuviera miedo de hacer un escándalo en una noche como ésta, en la que había habido una pélicula del Pajaro Loco y una fragata iluminada en el puerto y dos boletos capicúas; se trataba de que, al pedir la cuenta, lo había hecho por ella, para que, por lo menos esta noche, ella se quedara en paz. Pero sin hacer el menor gesto de haberse quedado en paz.
Ella dijo:
-Tu boleto es menos capicúa que el mío.
Él la miró, pero no pudo sorprender la menor pista, nada raro o afectado en su voz. Lo que había dicho, lo había dicho. Así nomás era. La muchacha dejó de mirar los boletos y alzó los ojos, él alcanzó a apartar la mirada a tiempo. ¿O le pareció? ¨No hay grados de capicuidad¨, se obligó a decir en el mismo tono de la muchacha, todo el mismo tono que a él, a sus años, le estaba permitido. Treinta y uno, pensó; me quedan siete. Un poco más. Lo había soñado con toda claridad unos días antes. Un púlpito. O el estado de un juez. El hombre vestido de negro, sin cara, y su voz: treinta y no cuarenta. Y él supo, en el sueño, que había querido decir treinta y nueve. Pero mejor no pensar mucho en esto o iba a terminar contándoselo. Terapia al revés, nada en el mundo da tantas ganas de tomar un whisky como contar sueños o evocar la infancia.
-Capicuidad- repitió claramente él.
Abelardo Castillo
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